Por Daniel Ochoa
Durante años hemos repetido la misma historia: que la construcción avanza lento porque la tecnología aún no está lista, porque las herramientas no se adaptan a la obra, porque el sector es demasiado complejo para digitalizarse, porque los procesos son demasiado cambiantes, demasiado duros, demasiado impredecibles. Yo también lo escuché, cientos de veces, en diferentes países, en empresas grandes y pequeñas, en obras de todos los tamaños. Pero después de dos décadas viendo de cerca cómo funciona esta industria, he llegado a una conclusión que no siempre es cómoda de aceptar: la construcción no está frenada por la tecnología; está frenada por la mentalidad.
Es fácil culpar a las herramientas. Es cómodo decir que todavía no funcionan como deberían, que no están hechas para nuestro tipo de obra, que no aplican a nuestro contexto. Pero la verdad —y lo digo desde la experiencia, desde haber visto equipos, decisiones y organizaciones por dentro— es que el mayor desafío nunca ha sido técnico. Ha sido humano. La resistencia al cambio ha sido la fuerza más costosa, más silenciosa y más persistente dentro del sector. No por mala intención. No por falta de talento. Sino por algo mucho más profundo: miedo. Miedo a perder control, miedo a exponerse, miedo a quedar atrás, miedo a no entender, miedo a que un algoritmo diga con claridad lo que antes podíamos justificar con palabras.
He visto profesionales brillantes, con una capacidad técnica extraordinaria, paralizarse frente a una plataforma digital que podía facilitarles la vida. He visto obras rechazar sistemas que hubieran evitado retrasos, simplemente porque introducían una forma nueva de registrar la información. He visto áreas de compras ignorar herramientas que podrían ahorrarles horas de trabajo porque “siempre hemos trabajado así y funciona”. Y he visto directores postergar año tras año una transformación que sabían necesaria, esperando un momento perfecto que nunca llega.
Y, sin embargo, no culpo a nadie. La construcción es una industria con una memoria larga. Los profesionales que hoy lideran equipos crecieron en un entorno donde el valor estaba en la intuición, en la experiencia acumulada, en la capacidad de resolver problemas sobre la marcha, en la rapidez para apagar incendios. Durante décadas, la industria se sostuvo gracias a esa resiliencia casi heroica que caracteriza al sector. Pero esa misma fortaleza, cuando se convierte en un hábito rígido, se transforma en un obstáculo.
La llegada de nuevas tecnologías —BIM, plataformas colaborativas, sensores IoT, modelos predictivos, digital twins, IA aplicada a la planificación, trazabilidad en tiempo real— debería ser un regalo para la industria. Debería ser la oportunidad de resolver lo que durante años nos quitó el sueño. Sin embargo, la adopción real ha sido lenta, no porque la tecnología no funcione, sino porque exige renunciar a viejas certezas. Exige darnos cuenta de que ya no basta con “tener ojo”, que ya no es suficiente “la experiencia de siempre”, que la obra moderna no depende de la intuición genial de unos pocos, sino de la capacidad colectiva de tomar decisiones informadas.
Digitalizar no es instalar software. Digitalizar es aceptar que la obra ya no empieza con una reunión de coordinación, sino con un dato. Que la planificación no es un diagrama estático, sino un organismo vivo. Que la cadena de suministro no es un trámite, sino una red que necesita visibilidad. Que la comunicación no puede ser fragmentada, ni selectiva, ni interpersonal: tiene que ser trazable. Y eso, para algunos, es incómodo. No porque no comprendan la tecnología, sino porque la tecnología trae consigo una nueva forma de trabajar, de liderar, de tomar decisiones.
La transformación digital no empieza con una licitación, ni con la instalación de un programa, ni con un manual de usuario. Empieza con humildad. Con la humildad de decir “esto puede mejorarse”, “esto ya no funciona”, “esto podría hacerse distinto”. Empieza cuando un jefe de obra con treinta años de experiencia decide escuchar a un ingeniero joven que propone un nuevo flujo digital. Empieza cuando un director admite que no necesita saber todo de un sistema para permitir que su equipo lo implemente. Empieza cuando dejamos de pensar que la tecnología viene a reemplazar y entendemos que viene a complementar.
La obra del futuro será híbrida: una mezcla fascinante entre oficio y algoritmo, entre experiencia y datos, entre intuición y modelos digitales. La tecnología no va a sustituir al profesional experimentado; lo va a amplificar. Va a darle herramientas que antes no existían, información que antes no se veía, alertas que antes no podían sonar. Pero eso solo ocurrirá si la mentalidad está dispuesta a recibirlo.
Las empresas que prosperarán en la próxima década no serán las que tengan más recursos tecnológicos, sino las que tengan mayor flexibilidad mental. Las que entiendan que la innovación no es un lujo, sino una obligación. Las que sepan integrar generaciones y perspectivas. Las que abandonen la comodidad del “siempre lo hemos hecho así” y abracen la posibilidad del “¿cómo lo hacemos mejor?”.
La digitalización fracasa en las organizaciones donde se intenta imponer desde arriba. En cambio, florece en aquellas donde se construye desde la cultura. Donde la gente siente que la tecnología está ahí para ayudar, no para vigilar. Donde los líderes dan ejemplo y no excusas. Donde los cambios se explican, se acompañan, se viven. Porque, nuevamente, la transformación no es técnica: es emocional.
Y aquí quiero plantear una reflexión:
La construcción ha sido, históricamente, una industria resiliente. Si hay algo que caracteriza a quienes trabajamos en ella es la capacidad de enfrentar desafíos enormes sin detenernos. ¿Por qué, entonces, nos cuesta tanto enfrentar el desafío de transformarnos?
Tal vez porque nunca antes tuvimos que replantear nuestra identidad de forma tan clara. Tal vez porque durante años la experiencia fue suficiente. Tal vez porque la obra ha sido siempre un territorio de certezas prácticas donde lo digital sonaba a teoría. Pero hoy eso ha cambiado. Hoy la obra es física y digital. Hoy la realidad se mide, se registra, se anticipa. Y quienes entiendan eso no solo sobrevivirán: liderarán.
Yo he visto desde adentro lo que pasa cuando una empresa cambia su mentalidad. He visto cómo se desbloquean procesos que parecían eternos, cómo se reducen errores que antes eran inevitables, cómo mejoran relaciones con proveedores que siempre fueron conflictivas, cómo la información se convierte en un activo real. Y también he visto lo contrario: organizaciones incapaces de avanzar porque el mayor muro estaba en su propia cultura.
Por eso quiero decirlo con claridad: la tecnología ya está lista. Ahora, los que tenemos que estar listos somos nosotros.
La construcción que viene no depende de herramientas. Depende de una decisión. La decisión de cambiar la forma en que pensamos el trabajo, la obra, el proceso, el liderazgo. Y esa decisión, aunque parezca pequeña, tiene el poder de cambiarlo todo.